lunes, 14 de septiembre de 2009

La batalla de Clara


¡La vida es tan maravillosa! Ahora mismo tengo todo lo que podría desear: unos padres comprensivos, que me escuchan, me apoyan en todo momento, y, pese a discutir muchas veces con ellos, sé que me quieren y que siempre estarán ahí cuando los necesite. Han hecho un gran esfuerzo para poder costear mis estudios y darnos, a mi hermana y a mí, todo lo que queremos, aunque yo procuro no abusar de su generosidad y su entrega. No les importa tener que sacrificarse por nosotras, porque nosotras somos para ellos lo más importante. En el instituto todos mis profesores están muy satisfechos con mi trabajo: saco muy buenas notas, porque quiero tener una carrera el día de mañana y así poder permitirme algo más en la vida. Me gustaría estudiar Derecho; debe ser estupendo poder ayudar a los demás. Siempre me han encantado las películas de abogados y, desde que era una niña, he tratado de defender nuestros derechos ante los padres y los profesores (quizás por eso todos mis compañeros querían que fuera la delegada año tras año). Lo tengo decidido: en cuanto termine en el instituto de mi pueblo, me alquilaré con mis amigas un piso en Sevilla y me iré allí a estudiar. ¡Qué guay! Podremos salir juntas los fines de semana y hacer cosas muy distintas de las que solemos hacer aquí, porque, la verdad, a veces este pueblo es muy aburrido. Lo único que pasa es que no podré ver a mi novio todos los días, pero, bueno, él se saca el carnet de conducir y ya está, asunto resuelto. Luego, cuando termine la carrera, a trabajar. Entonces me casaré y tendré hijos, porque a mí me encantan los niños pequeños.
Pero todos estos proyectos en los que Clara pensaba una y otra vez, todas estas ilusiones que la hacían tan feliz, se vieron truncados cuando apareció Anorexia; su vida había dejado de ser una maravilla para convertirse en una auténtica pesadilla, una lucha encarnizada entre ella misma y la enfermedad. De ser una persona sociable y cariñosa, pasó a ser solitaria y agresiva; se encontraba atrapada por un mundo de aislamiento.
Todos los días la misma rutina, el mismo pensamiento la invadía desde que abría sus ojos al ser del día: la báscula; hay que ganarle la batalla. Su percepción de la realidad estaba distorsionada y no conseguía frenar esta situación: “Si tomo algo para desayunar, engordaré y no me sentiré bien porque tendré cargo de conciencia durante todo el día por este acto tan imperdonable, pero si no lo hago, tampoco seré feliz, porque realmente siento la necesidad de comer algo.” El mismo dilema durante el almuerzo y la cena, y así día tras día, implacablemente. La salida del túnel cada vez estaba más lejos. Daba igual que hubiera reducido su peso hasta los 44 kilos, porque ella seguía sin verse bien. Si tomaba algo, por supuesto debía ser light y, aunque sólo tuviera pocas calorías (no había una sola etiqueta de algún alimento que no estudiara exhaustivamente antes de consumirlo), era estrictamente necesario quemarlas mediante algún intenso e inmediato ejercicio físico. Clara había perdido toda su alegría y ahora tenía un carácter agrio, seco, irascible e irritable; su humor cambiaba en un mismo día y pasaba de estados de euforia a otros depresivos.
En casa el ambiente era ya verdaderamente insostenible. Todos los días se hacía la misma pregunta: “¿Cómo hacer para comer a solas, sin que mi madre me vigile? ¿Cómo mentir a mi familia para ocultarles que apenas pruebo bocado? ¿Cómo evitar a toda costa que me repitan el sermón de siempre? Que si debo comer más, que me estoy perjudicando, que me van a tener que ingresar, que ya no puedo continuar así, ¡vaya rollo!” Las excusas se agotaban ya; de nada servía el pretexto de que ella había comido antes que los demás, ni que no tenía hambre, ni que tenía molestias en el estómago, ni que iba al gimnasio y no podía comer mucho porque se sentía entonces muy pesada… todo eso no eran más que excusas. Nadie la creía: ni su novio, ni sus amigas, ni sus padres, y cuanto más se preocupaban por ella quienes la amaban, más cruel y despiadada se mostraba con todos. Ellos trataban de dialogar con Clara por todos los medios posibles, pretendían hacerla entrar en razón, explicarle que era una chica estupenda, hacerle comprender que se estaba jugando la vida, pero de nada servía todo su esfuerzo. El círculo se estrechaba cada vez más: dejó de ir al instituto y comenzó a alejarse de su novio y de todas sus amigas. Tanto llegó a aislarse, que un día ni siquiera fue capaz de levantarse de la cama. Tocó fondo.

Hay miles de Claras que se enfrentan a esta enfermedad y que deben librar una dura batalla diaria sobre todo contra sí mismas. En sus manos, y con la inestimable ayuda de los demás, está el final de esta historia. ¡Ojalá en la vida real ese final pueda ser tan esperanzador como lo es en la ficción!