viernes, 31 de julio de 2009

¡GUAU, GUAU!


Lo confieso: los animales son mi debilidad, y especialmente los perros; siempre ha sido así y así seguirá siendo siempre, por muy vieja que me haga . Recuerdo cuando no tenía más de 10 años que todos los veranos llegaban a la urbanización en la que vivía muchos animales abandonados por los desalmados de sus dueños: me daba miedo andar por las calles por la presión sentimental a la que me veía sometida. Por aquel entonces, yo solía salir en pandilla con un grupo de chicas, todas de la misma edad aproximadamente, entre las que se habían creado lazos bastante estrechos, pues hacía relativamente poco que todas habíamos pasado por la traumática experiencia de una mudanza; solíamos quedar para pasear o jugar juntas.
Terry caló muy hondo en nosotras. Era un cachorro de color canela, pero su mirada, tan tierna, tan inocente, tan desamparada, tan expectante y ansiosa de cualquier pequeña migaja de cariño, tan noble y alegre, me traspasaba el alma; era inútil cualquier intento de resistirse ante sus manifestaciones de afecto, así que sucumbimos. Acordamos hacernos cargo de él y lo llevamos a "los pisos rotos", nombre con el que eran conocidos por aquel entonces dos bloques de nuestra urbanización que por algún problema con la empresa constructora no fueron habitados y padecieron ciertos actos de vandalismo. Le llevábamos comida, mantas, y hasta lo desparasitamos guiándonos de la experiencia de África, que era la única de nosotras que tenía perro. Allí pasábamos las horas, sin importarnos ni la piscina ni el paseo taciturno. El secreto no pudo estar a salvo durante mucho tiempo, así que finalmente, tras llamar a la Sociedad Protectora de Animales para intentar que le garantizaran a nuestro nuevo amigo un futuro, fuimos abatidos por el demoledor mundo de los adultos, de un realismo aplastante. Aún hoy recuerdo la amargura de la despedida. Desde entonces me repetía a mí misma una y otra vez que cuando fuera mayor tendría un enorme chalet para poder recoger a todos los perros abandonados que encontrara, pero mientras tanto sólo podría alimentarme de todas las batallitas que mis padres me contaban de mi infancia con Odín, el perro de mi padre, que no hacían más que acrecentar mis ansias.
Tener un perro se convirtió en una de las ilusiones de mi vida, pero por el momento no podía ser; esa era la frase que con mayor insitencia escuchaba decir a mis padres. No me quedaba más remedio que conformarme con los pájaros que mi padre, muy aficionado a ellos, criaba en esas jaulas enormes que ocupaban toda la terraza del antiguo piso de San Juan de Aznalfarache, aunque con el tiempo, no sé bien si debido a las continuas presiones de mi madre o por desidia, aquello también terminó. De todo aquello recuerdo especialmente a dos jilgueros, a los cuales bauticé como Manchita, por su cresta oscura sobre la cabeza, y Piticlín, nombre onomatopéyico surgido por su canto tan particular, y un jamás muy simpático y alegre que se llamaba Gordo.

Algo más tarde apareció Pulgui, un gato siamés que nos acompañó en la familia durante unos diez años. Conservo en la memoria muchas de las anécdotas vividas con él, pero Urco ha eclipsado todas ellas. ¡Mi Urquito, Urquete, Urquilín y demás apelativos cariñosos, o Yiyi, que lo llamábamos muchas veces! ¡Cuánto nos diste! Hace ya tres años que te fuiste y aún te sigo viendo en tus rincones favoritos; aún escucho esas carreritas por el pasillo y todo ese repertorio de ladridos, aún siento tus patitas sobre mis rodillas a la hora de comer, tu arito sobre mi regazo, tu aliento cuando duermo, o tus lametones a todas horas, porque todo te parecía poco para nosotros, así de agradecido eras; incluso cuando cierro los ojos, puedo olerte y sentir el tacto de tu collar blaco en el cuello sobre mi rostro y mis labios (ése era mi lugar favorito, ¿lo recuerdas?). ¡Cuánto te extraño todavía! ¡Cuánto añoro esos pellizcos en los belfos, o ese rabillo moviéndose a toda velocidad (Pilitas que te decíamos)! ¡Qué de anécdotas: los baños y tu cara de paciente sufridor resignado, el descubrimiento de la playa, la desparición de la bandeja de las coliflores aliñadas y de los filetes de ternera, los juegos con las naranjas caídas de los árboles, los paseos en coche camino del césped, los disfraces, especialmente el de hebreo, tu historial médico con el que siempre bromeábamos, la gasolinera de Chucena, o tu trapito a las 11 de la noche! Nos has dejado un vacío irremplazable.

Me pregunto cómo es posible que haya quien disfrute haciendo daño a los animales de manera tan gratuita y, más aún si cabe, cómo es posible que las penas para aquellos desalmados que abusan de ellos y los explotan sean tan ridículas; los usan para ganar dinero en peleas organizadas, para ocultar drogas, para divertirse a su costa en numerosas fiestas, los maltratan y los abandonan a su merced y ¿aquí no pasa nada? Sencillamente, no lo entiendo. ¡Cuánto tendríamos que aprender de ellos! ¡Si sólo les falta hablar!

A MI URCO, COMPAÑERO INOLVIDABLE

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